Los Apóstoles se duermen mientras el traidor conspira – Por Santo Tomás Moro

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   “Levantándose del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos dormidos por causa de la tristeza. Les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que llegó la hora y él Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar” (Mt 26, 45-46).

   Vuelve Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas, el traidor, se mantenía bien despierto, y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué y no contemplan los obispos, en esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo, ¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su somnolencia! Pues son muchos los que se  duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más astutos que los hijos de la luz. (Cfr. Lc 16, 8.)

   Aunque esta comparación con los Apóstoles dormidos se aplica muy acertadamente a aquellos obispos que se duermen mientras la fe y la moral están en peligro, no conviene, sin embargo, a todos los prelados ni en todos los aspectos.

   Desgraciadamente, algunos de ellos (muchos más de los que uno podría sospechar) no se duermen “a causa de la tristeza”, como era el caso con los Apóstoles. No. Están, más  bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con el mosto del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el lodo. Que los Apóstoles sintieran tristeza por el peligro que corría su Maestro fue bien digno de alabanza; pero no lo fue el que se dejaran vencer por la tristeza hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse porque el mundo perece, o llorar por los crímenes de otros, es un sentimiento que habla de ser compasivo, como sintió este escritor: “Me senté en la soledad y lloré”, y este otro: “Me dolía el corazón porque los pecadores se apartaban de tu ley.” Tristeza de esta clase la colocaría yo en aquella categoría de la que se dice […] Santo Tomás Moro dejó el espacio en blanco. Muy probablemente citaba de memoria. C. H. Miller sugiere con acierto el texto de 2 Cor 7, 10: “Puesto que la tristeza que es según Dios produce una penitencia constante para la salud; cuando la tristeza del siglo causa la muerte”. Cfr. CW 14, p. 1026.

   Pero la pondría ahí sólo si el efecto, aunque bueno, es controlado y dirigido por la razón. Si no es así, si la pena oprime tanto al alma que ésta pierde vigor y la razón pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por la pesadez de su sueño que se hiciera negligente en el cumplimiento de los deberes que su oficio exige para la salvación de su rebaño, se comportaría como un cobarde capitán de navío que, descorazonado por la furia del temporal, abandona el timón y busca refugio mientras abandona el barco a las olas. Si un obispo se comportara así, no dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella otra que conduce, como dice San Pablo, al infierno. Y aún peor la consideraría yo, porque esta tristeza en las cosas espirituales parece originarse en quien desespera de la ayuda de Dios.

   Otra clase de tristeza, peor si cabe, es la de aquellos que no están deprimidos por la tristeza ante los peligros que otros corren, sino por los males que ellos mismos pueden recibir; temor tanto más perverso cuanto su causa es más despreciable, es decir, cuando no es ya cuestión de vida o muerte, sino de dinero. Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa. “No temáis a, quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar también el alma al infierno. A ése, os repito, habéis de temer” (Lc 12, 4-5). Para todos, sin excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados y no haya escapatoria posible. Pero añade algo más para aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal: no permite que se preocupen sólo de sus propias almas, ni tampoco que se contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a escoger entre una abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la grey a ellos confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su propio riesgo, por el bien de su rebaño.

   El buen pastor da su vida por sus ovejas, dice Cristo. Quien salve su vida con daño de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para la vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por el miedo, niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo es necesario que respondan a su mirada y a la invitación cariñosa a la penitencia, con dolor, con amargura de corazón y con una nueva vida, recordando sus palabras, contemplando su pasión y soltando las amarras que los ataban a sus pecados.

   Si tan amenazado estuviera alguien en el mal que no haya dejado de profesar la verdadera doctrina por miedo, sino que, como Arrio y otros como él, predica falsa doctrina bien por una sórdida ganancia o por una corrupta ambición, ese tal no duerme como Pedro, ni niega como Pedro, sino que permanece bien despierto como el miserable Judas y, como Judas, a Cristo persigue. La situación de ese hombre es mucho más peligrosa que la de los otros, como muestra el horrendo y triste final de Judas. No hay límite, sin embargo, en la bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera tal pecador ha de desesperar del perdón. De hecho, incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas oportunidades de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía.

   No le quitó la dignidad que tenía como Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era ladrón. Admitió al traidor en la última cena con sus discípulos tan queridos. A los pies del traidor se dignó agacharse para lavar con sus inocentes y sacrosantas manos los sucios pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente. Con incomparable bondad le entregó para comer, bajo la apariencia de pan, aquel mismo cuerpo suyo que el traidor ya había vendido. Y, bajo la apariencia de vino, le dio aquella sangre que, mientras bebía, pensaba el traidor cómo derramar. Finalmente, al acercarse Judas con la turba para prenderle, ofreció a Cristo un beso, un beso que era, de hecho, la muestra abominable de su traición, pero que Cristo recibió con serenidad y con  mansedumbre.

   ¿Quién habrá incapaz de pensar que cualquiera de estos detalles podría haber removido el corazón del traidor a mejores pensamientos, por muy endurecido que estuviera en el crimen? Es cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir su pecado, cuando devolvió las monedas de plata (que nadie recogiera) gritando que era traidor y confesando haber entregado sangre inocente. Me inclino a pensar que Cristo le movió hasta este punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera sido posible si no hubiera añadido a su traición la desesperación. Así se portaba Cristo con quien, con tanta perfidia, le había entregado a la muerte.

   Después de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón. Siguiendo el santo consejo del Apóstol: “Rezad unos por otros para ser salvos” (Iac 5, 16), si vemos que alguien se desvía del camino recto, esperamos que volverá algún día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar para que Dios le ofrezca oportunidades de entrar en razón; para que con su ayuda las coja, y para que, una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la malicia, ni las deje pasar de lado por culpa de su miserable pereza.

“LA AGONÍA DE CRISTO”

Cristo sigue siendo entregado en la historia

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«Todavía mientras Jesús hablaba, he aquí a Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él una gran muchedumbre con espadas y palos, enviada por los jefes de los sacerdotes, los escribas y ancianos del pueblo» . Nada hay tan eficaz para la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano, como la contemplación piadosa y afectiva de cada uno de los sucesos de la pasión de Cristo. Pero, junto a esto, no resulta de poco interés considerar el mismo hecho histórico -aquel tiempo en que los Apóstoles dormían mientras el Hijo del hombre era entregado- como una misteriosa imagen de lo que ocurriría en el futuro. Para redimir al hombre, Cristo fue verdaderamente Hijo del hombre; aun concebido sin semen de varón, descendía realmente del primer hombre; se hizo hijo de Adán para poder restaurar en su pasión la posteridad de Adán, perdida y desgraciadamente desposeída por la falta de los primeros padres, a un estado de felicidad incluso mayor que el original.
Por esta razón., y aun siendo Dios, continuamente se llamaba a si mismo Hijo del hombre, porque era hombre verdadero. Insinuaba así de modo constante el beneficio de su muerte al recordar la única naturaleza que puede morir. Aunque Dios murió por nosotros, ya que murió aquél que era Dios, su, divinidad no sufrió la muerte, sino sólo su humanidad, o, más bien, su cuerpo (si nos atenemos mas a lo que ocurre de hecho en la naturaleza que al uso vulgar de las palabras; pues se dice de un hombre que muere cuando el alma se separa del cuerpo sin vida, pero el alma es en si misma inmortal). No sólo se complacía en ser llamado con esa expresión que define nuestra naturaleza, sino que se gozaba en tomar la naturaleza humana para salvarnos y para unir a si, como si se tratara de un solo cuerpo, a todos los que hemos sido regenerados por la fe y los sacramentos de salvación. Se dignó incluso hacernos participes de su mismo nombre; y, de hecho, la Escritura llama a todos los fieles «cristos y dioses».
En consecuencia, pienso que no andamos equivocados al sospechar que se avecina de nuevo un tiempo en que el Hijo del hombre, Cristo, será entregado en manos de los pecadores, cuando observamos un peligro inminente de que el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia de Cristo, esto es, el pueblo cristiano, es arrastrado a la ruina a manos de hombres perversos e impíos. Y con dolor lo digo, porque ya son varios los siglos en los que no hemos dejado de ver cómo esto acontece, ora en un sitio, ora en otro; mientras, en algunos lugares, invade el cruel turco territorios cristianos, o, en otros, poblaciones enteras son desgajadas por las luchas intestinas de muchas sectas heréticas.

Cuando veamos u oigamos que tales cosas empiezan a ocurrir, aunque sea muy lejos de nosotros, pensemos que no es momento para sentarse y dormir, sino para levantarse inmediatamente y socorrer a aquellos cristianos en el peligro en que se encuentran y de cualquier manera que podamos. Si otra cosa no podemos, sea al menos con la oración. Ni se ha de considerar este peligro de modo frívolo y superficial por el solo hecho de que ocurra muy lejos de nosotros. Si tan acertada es aquella frase del poeta cómico: «Hombre como soy, nada humano me es extraño» ¿cómo no sería merecedor de grave reproche la conducta de esos cristianos que duermen y roncan mientras otros cristianos están en peligro? Para insinuarnos esto dirigió Cristo su advertencia de que convenía estar despierto, vigilando y rezando, no sólo a los discípulos que estaban cerca suyo, sino también a los que El quiso que se quedaran a cierta distancia.

Si los males y desgracias de aquellos que están lejos no nos llegaran a conmover y preocupar, muévanos, al menos, nuestro propio peligro. Pues razón de sobra tenemos para temer que la maldad destructora no tardará en acercarse adonde estamos, de la misma manera que sabemos por experiencia cuan grande e impetuosa es la fuerza devastadora de un incendio, o cuán terrible el contagio de una peste al extenderse. Sin la ayuda de Dios para que desvíe el mal, inútil es todo refugio humano. Recordemos, por consiguiente, estas palabras evangélicas, y pensemos de continuo que es el mismo Cristo quien las dirige de nuevo, una y otra vez, a nosotros:»¿Por qué dormís? Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación.»

Otra idea se desprende de aquí, y es esta: Cristo es entregado de nuevo en manos de los pecadores cuando su Cuerpo sacrosanto en la Eucaristía es consagrado y manoseado por sacerdotes lujuriosos, disolutos y sacrílegos.
Cuando tales cosas veamos (y desgraciadamente ocurren con mucha frecuencia), pensemos que Cristo mismo nos habla de nuevo:»¿Por qué dormís? Despertaos, levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Por que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores.» Por el mal ejemplo de esos sacerdotes perversos, la peste del vicio se extiende con facilidad entre el pueblo. Y cuanto menos idóneos son para recibir  la gracia quienes, por obligación, han de vigilar y rezar por el pueblo, tanto más necesario es para éste estar bien despierto, levantarse y rezar con gran ardor, no sólo por sí mismos, sino también por estos sacerdotes. ¡Qué grandísimo bien se haría al pueblo si tales sacerdotes cambiaran y se hicieran mejores!

Una manera particular de entregar a Cristo en manos de los pecadores se da entre ciertas personas que, aunque reciben el sacramento de, la Eucaristía con frecuencia, quieren dar la impresión de que lo veneran de modo más santo al recibirlo bajo las dos especies, lo cual va en contra del uso común y se hace sin necesidad alguna, y no sin grave afrenta a la Iglesia católica. Sin embargo, estos mismos blasfeman de lo que han recibido, algunos llamándolo «pan verdadero y vino verdadero» y otros, todavía peor, llamándolo simplemente «pan y vino». Todos ellos niegan que el Cuerpo de Cristo esté contenido en el sacramento que llaman «Corpus Christi». Cuando después de tanto tiempo que ha transcurrido se ponen a hablar así contra los más evidentes pasajes de la Escritura, contra las interpretaciones clarísimas de todos los santos, contra la fe constantísima de toda la Iglesia durante tantos siglos, contra la verdad ampliamente atestiguada por miles de milagros, esa gente que marcha en este último tipo de infidelidad, ¿qué diferencia, me pregunto, existe entre ellos y los que cogieron prisionero a Cristo aquella noche? ¡Qué poca diferencia entre esos y aquellas tropas de Pilato que en actitud de burla doblaban sus rodillas delante de Cristo, como si le rindieran honor, mientras le insultaban y le llamaban rey de los judíos!. Esta gente de ahora también se arrodilla ante la Eucaristía y la llama Cuerpo de Cristo mientras, de acuerdo con su doctrina, no creen en ella más que los soldados de Pilato creían que Cristo era rey.

apostles-sleepingEn cuanto oigamos que tales cosas ocurren en otros lugares -no importa qué lejos estén -, imaginemos inmediatamente a Cristo diciéndonos con urgencia: «¿Por qué estáis dormidos? Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación.» No seamos ingenuos: dondequiera se presenta hoy esta plaga con extraordinaria virulencia, no cogen todos la enfermedad en un solo día. El contagio se extiende poco a poco y de manera imperceptible. Quienes al principio no le daban importancia, se levantan más tarde para oírlo y responder con cierta apatía o menosprecio; y luego son arrastrados al error, hasta que, como un cáncer (según expresión del Apóstol), el escurridizo mal acaba finalmente conquistando el país entero. Mantengámonos bien despiertos, levantémonos y recemos asiduamente para que vuelvan sobre si todos cuantos han caído en esta desgraciada insania preparada por Satán, y para que Dios nunca permita entremos nosotros también en tal tentación, ni permita jamás al diablo desatar las ráfagas de esa tormenta hacia nuestras costas. Pero acabemos ya con esta digresión sobre los misterios y reanudemos la historia.